Agencias
La Habana, Cuba.- Hablaba Martí de Miguel Jerónimo Gutiérrez, de Antonio Hurtado del Valle, de José Joaquín Palma, de Luis Victoriano Betancourt, de Antenor Lescano, de Francisco la Rua, de Ramón Roa. Hablaba Martí de la manigua donde se fraguaban los empeños y los sacrificios, donde no importaba el nivel de escolaridad o la grandeza de los vocabularios cuando debían defenderse los principios y las libertades.
Martí admira esos poetas, aunque “su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal a veces, pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien.”
Desde el prólogo del libro “Los poetas de la guerra”, Martí defiende tanto a este volumen y a sus autores, que parece coincidir con la noción de intelectual de Émile Zola indisolublemente ligada a la conciencia cívica. No podríamos asegurar que Martí haya tenido esta referencia, y por las distancias en el tiempo no supo de Gramsci ni de su concepto de intelectual orgánico que “más que producir formas de conocimiento es un propagador de una estructura de sentimientos, una racionalidad instrumental, que legitima el consenso espontáneo”, según explica el profesor Jorge Luis Acanda en su texto “El malestar de los intelectuales”.
Pero sabía Martí que no bastan el talento artístico o la prolífera y diversa gama de conocimientos que pueda mostrar un individuo; no basta cultivar el alma en la instrucción, si no se transforma en bien social esa sabiduría. Incluso solo son eruditos y no intelectuales quienes se sacrifican por hacerse más cultos obviando el contexto en el que se desenvuelven. Por eso los poetas de la guerra eran tan héroes como intelectuales, aunque “la poesía escrita sea grado inferior de la virtud que la promueve, como versa el prólogo, porque el hombre es superior a la palabra”.
José Martí, con marcado enfoque ensayístico, hace un medular análisis de cuestiones como el binomio arte-vida, las funciones de la literatura y los deberes del poeta con respecto a su Patria oprimida. Sin embargo, sus dimensiones rebasan estos límites, para ser reflejo de quienes sienten compromiso con el resto de sus semejantes y con la justicia en la que todos debemos vivir.
“Convite y nada más es este libro, a todos los que saben de versos de la guerra, para que, siquiera sea sin orden ni holgura, salven, por la piedad de hermanos o de hijos, todo lo que pensaron en nuestros días de nación los que tuvieron fuego y desinterés para fundarla”, decía el Apóstol.
Si se ha sido útil durante el día será suficiente “una noche de poca luz y el rincón de un portal viejo” en cualquier ciudad del mundo para exponer los versos de la guerra, para saberse y mostrarse como un intelectual. Eso hacía, en Nueva York, Serafín Sánchez, quien fue consecuente al mismo tiempo con sus virtudes y sus deberes como individuo. Así nos cuenta Martí cómo se escribían las redondillas con sangre porque se debe ser al mismo tiempo, hombre de pluma y hombre de espada.